Hubo una vez, en Talavera de la Reina, una mujer que nunca pidió ser hermosa. Pero lo era. De una belleza tan rotunda que parecía sacada de un sueño o de un castigo divino, según quién la mirara. Se llamaba María. No tenía más apellido que su gracia, más fortuna que su virtud, más defensa que su bondad.
Corría el siglo XVI, y Talavera —todavía orlada por sus murallas, sus campanas y sus miedos— vivía presa de sus supersticiones. A María la veían coser con destreza y rezar con fervor. Vestía con elegancia natural y caminaba como si en cada paso pidiera perdón por haber sido hecha tan perfecta. Ninguna mujer podía observarla sin que la herida de la envidia supurara en silencio.

Y fue precisamente esa envidia, envuelta en moralismos y prejuicios, la que afiló la lengua de un grupo de vecinas que urdieron la tragedia. “Bruja”, dijeron. “Judía”. “Sacrificadora de niños”. Acusaron a María de haber ofrecido el corazón de un recién nacido a Satanás. Señalaron un paraje donde, aseguraban, yacía el pequeño cuerpo. El juez, entre la razón y la sospecha, ordenó excavar la tierra. Nada apareció. Pero la nada, en tiempos de pánico, es combustible.
Las mujeres gritaron al unísono: “¡Ha cambiado el cuerpo de sitio!”. Y como el diablo también sabe disfrazarse de cerdo, enterraron restos de cochinillo en el actual barrio del Patrocinio. El nuevo hallazgo bastó. Las pruebas no necesitaban lógica; solo un eco lo bastante grande como para ahogar la duda. María fue arrestada, interrogada, quebrada entre torturas. En la Iglesia del Salvador, el juez oscilaba entre la ley y el miedo. Al final, el miedo ganó.
Talavera no quiso mártires, quiso hogueras. María fue condenada a arder viva en la Plaza de la Cruz Verde. Dicen que su piel no gritó, que sus ojos no imploraron, que su alma —acaso resignada— se elevó como un suspiro entre las llamas. Era la madrugada. Las campanas dormían. Pero la hora era precisa: las dos en punto. La hora de las brujas.

Sus cenizas fueron arrastradas hasta el Puente Romano y arrojadas al Tajo. Querían evitar que su memoria descansara, que su tumba se convirtiera en lugar sagrado. Querían borrarla. Pero no pudieron.
Porque hay quien dice que, en noches en que el río está calmo y el cielo sin luna, una figura se perfila en las aguas. No lleva fuego, sino luz. No lleva odio, sino silencio. Mira desde la otra orilla del tiempo, donde ya no arden las hogueras, pero aún arde la historia.
María no fue bruja. Fue demasiado hermosa en una ciudad que no supo perdonarlo.